Al pensar en un libro sobre abuso sexual infantil inevitablemente imaginé un legajo gordo con forma de bloque y textura de ladrillo, hierro u hormigón. Imaginé el peso de las páginas en mis manos como plomo, como si para pasar cada una de ellas necesitase hacer palanca, llamar a mi mamá y pedirle fuerzas a Dios. Pero no fue eso lo que encontré ni lo que pasó. Me leí el libro tres veces y me maravilló saber que hay gente honesta y tierna en el mundo que sigue dispuesta a poner sobre la mesa temas complejos que son, ante todo, difíciles, dolorosos e incómodos de hablar. Donde pensé que encontraría sangre encontré luz.
Evidentemente este no es un libro fácil de leer; encapsula muchísimo sufrimiento y rabia. Está hecho con mucha humildad y se nota que nace del propósito de abrir camino a muchas otras voces de supervivientes. Es una invitación, un alegato, un clamor al cielo para que aprendamos, de una vez, a acoger los testimonios de las víctimas y a parar esto que creemos maldición y que no es más que trauma intergeneracional, patriarcado, des-humanización y adultismo.
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